El Precio Del Despertar
El sol de octubre doraba las calles de Derry cuando Timmy Henderson, de diez años, pedaleó cuesta abajo. Su risa era pura alegría hasta que un perro cruzó, obligándolo a frenar bruscamente. La bicicleta se torció y Timmy salió disparado. Su cabeza golpeó el bordillo con un crujido horrible. Silencio repentino.
Durante meses, Timmy permaneció inmóvil. Un coma profundo lo atrapó en el hospital St. Jude. Su madre, Martha, una mujer de fe inquebrantable, se aferró a la esperanza. Cada día, sin falta, acudía a la capilla del hospital. Arrodillada ante la Virgen, rezaba con fervor desesperado. «Sálvalo, Señor. Devuélvemelo. Cualquier precio, lo pagaré». Sus lágrimas empapaban el reclinatorio.
Una noche, durante su vigilia habitual, la desesperación la consumió. La capilla estaba vacía y se sentía muy fría. La imagen de la Virgen parecía distante. Entonces, una voz susurró en su mente, no en sus oídos. Una voz seductora y gélida. «¿Cualquier precio, Martha?» Sintió un terror ancestral, pero el amor maternal gritó más fuerte. «Sí. Cualquier cosa». Un acuerdo silencioso selló su alma. Y la del niño.
Días después, Timmy despertó. Los médicos hablaron de milagro. Martha lloró de alivio. Su hijo volvía. Parecía el mismo. Sonreía y jugaba como antes. Pero Martha notaba cosas… sutiles. Sus ojos, a veces, reflejaban una luz extraña. Vacía. Como piedras pulidas. Lo atribuyó al trauma.
Timmy creció. Fue un adolescente educado, luego un adulto aparentemente impecable. Un buen trabajo. Una esposa encantadora, Clara. Cuatro hijos. Sus vecinos lo elogiaban. «¡Qué hombre más cabal!» Pero bajo la fachada perfecta, algo reptaba. Una crueldad fría. Disfrutaba del dolor ajeno. Pequeñas torturas a animales. Palabras afiladas que hundían corazones. Actos calculados para destruir vidas, siempre cubiertos por una sonrisa helada.
Clara, su esposa, era su perfecto complemento. Amable, social, religiosa. Pero cuando creía no ser observada, su sonrisa se congelaba. Sus ojos adquirían ese mismo brillo mineral. Sabía y aprobaba lo que hacía su marido. Juntos, tejían una red invisible de miseria. Timmy ascendía profesionalmente, aplastando rivales a cualquier precio, sin piedad. Clara manejaba los hilos sociales, aislando a sus víctimas. Su hogar era una prisión elegante para sus hijos, atemorizados por la perfección glacial de sus padres.

Pasaron décadas. Martha, ahora anciana y consumida por una culpa muda, agonizaba. Una enfermedad la devoraba. Timmy la visitaba. No por amor. Por vigilancia. Una tarde, febril, Martha deliró. Habló de la capilla. De la voz. Del precio. «Perdóname, hijo… el pacto… tu alma… por salvarte…». Sus palabras fueron entrecortadas, pero claras. Demasiado claras.
Timmy se quedó inmóvil junto a su lecho. Su expresión habitual, una máscara de respeto, se resquebrajó. Por un instante, reveló el abismo. Una furia antigua, no humana. «Lo sé, madre», susurró, su voz sonó como un silbido metálico. «Desde el primer día. Él me lo contó». Martha, horrorizada, emitió un gemido final. Comprendiendo demasiado tarde que no había salvado a su hijo. Había liberado algo más.
Al salir, Clara lo esperaba en el pasillo. No hubo condolencia en su mirada. Solo una complicidad profunda. Un entendimiento ancestral. Ambos entrelazaron sus dedos helados. «¿Y ahora?», preguntó ella, su voz era apenas un susurro cargado de promesas oscuras.
Timmy miró por la ventana. La ciudad de Derry se extendía bajo un cielo plomizo. «Ahora», respondió, el vacío en sus ojos más profundo que nunca, «jugamos en serio». Clara sonrió. Una sonrisa que no llegó a sus ojos, donde solo habitaba la oscuridad reflejada. Juntos, descendieron las escaleras del hospital. Dos sombras perfectas, fundiéndose con las tinieblas crecientes. El pacto seguía vigente. Y su obra apenas comenzaba. La ciudad, inconsciente, respiró un aire repentinamente más frío.