Los Cantos de la Oscuridad
En el pequeño pueblo de Hollow Creek, Aurora Holloway era un ejemplo de virtud. Siempre vestida con recato, sonrisa dulce, manos suaves y voz angelical. Cantaba en el coro de la iglesia con devoción. Todos la admiraban. Nadie sospechaba.
Cada domingo, su esposo Luigi la esperaba en la banca trasera del templo. Un hombre charlatán, de semblante austero. Parecían el matrimonio perfecto. Piadosos, amables, generosos. Pero bajo la piel de bondad se ocultaba algo monstruoso.
Por las noches, Aurora y Luigi cazaban. No elegían al azar. Solo aquellos de alma pura servían. El maestro de escuela, la enfermera de buen corazón, el anciano que alimentaba a los perros callejeros. Los atraían con dulzura, los invitaban a su casa con excusas amables.
Una vez dentro, cerraban la puerta con llave.
Los gritos jamás traspasaban las paredes. Aurora tenía métodos. Una oración murmurada, un cuchillo afilado. Luigi sostenía las manos temblorosas de las víctimas. Susurros de consuelo, mentiras piadosas. Luego, silencio.
Después del sacrificio, el ritual comenzaba. Desangraban los cuerpos en la bodega del sótano. Dibujaban símbolos oscuros en el suelo de piedra. Ofrendaban las almas al Señor de la Penumbra. A cambio, juventud eterna, salud inquebrantable, bendiciones envenenadas.
Con cada muerte, Aurora cantaba mejor. Su voz resonaba más pura. En la iglesia, todos quedaban maravillados. Creían que su devoción tocaba el cielo. No sabían que rozaba el infierno.

El sheriff comenzó a sospechar. Demasiados desaparecidos. Demasiadas coincidencias. Una noche, escondido en los matorrales, los vio arrastrar un cuerpo. Esperó. Observó. Cuando se marcharon, entró en la casa.
El hedor a hierro y muerte lo golpeó al abrir la trampilla del sótano. Bajó con el arma lista. Escuchó algo. Un susurro. Luego, un canto.
Una voz perfecta, inhumana.
El sheriff jamás salió de allí.
Al domingo siguiente, Aurora se sentó junto a sus compañeras del coro con una alegría radiante. Luigi la miró con orgullo. En la última banca de la iglesia, un hombre nuevo se sentó. Ojos oscuros, sonrisa lobuna.
El mismísimo demonio había venido a escuchar su obra maestra.